domingo, 25 de octubre de 2015

¿Por qué no? -- Capítulo 2

Samuel.
Amber no dejaba de sonreír y gritar cosas que ni Alana ni yo entendíamos, pero nos contagiaba su felicidad.
Cuando subió a mi moto estuve dando vueltas por toda la ciudad sin un punto fijo porque el destino era el mismo del que habíamos salido, su casa. Su padre tenía un Chevrolet Camaro que a ella le encantaba, pero que no podía conducir porque tenía demasiados problemas como para siquiera arrancar, pero después de meses trabajando en él a escondidas y buscando las piezas que necesitaba por mi cuenta conseguí arreglarlo por completo. La verdad es que era el coche de mis sueños, pero yo no podía permitírmelo. Aunque de todas formas me conformaría con que lo tuviera Amber porque lo iba a conducir todas las veces que quisiera, sabía cómo convencerla fácilmente.
- ¡Sois los mejores! -Gritó mientras abrazaba el capó del coche. Después hizo lo mismo con Alana.
- A mí no me mires, ha sido Sam el que lo ha arreglado, yo sólo le llevaba sándwiches.
Amber soltó a la rubia y saltó sobre mí enrollando sus piernas al rededor de mi cintura.
- ¡Aaaaaaaah! ¡Gracias, gracias, gracias! -Repetía mientras me llenaba la cara de besos.
- De gracias nada, ¿no nos invitas a dar una vuelta? -Dije con tono socarrón.
- ¡Sí, sí, sí! -Se calló por unos segundos. -Esperad... Esperad un momento. -Levantó su mano derecha indicándonos que nos quedáramos donde estábamos y se metió en su casa.
Amber.
Abrí la puerta principal de mi casa y me adentré por los pasillos hasta llegar a la pequeña sala de estar en la que mi padre escribía. Apoyado en el respaldo del sofá naranja que ocupaba la mayor parte de la estancia, con su cabello extremadamente blanco y su piel pálida con pecas; centraba su atención a la pantalla del portátil que sostenía sobre las piernas y que apartó al verme entrar por la puerta.
- ¿Papá? -Él levantó sus gafas de ver dejándolas un poco más arriba de la frente y me miró expectante con sus ojos verdes.
Entreabrió su boca para decir algo, pero antes de que lo hiciera me abalancé sobre él y abracé su delgado cuerpo.
- ¡Gracias! -Creo que ese fue el día en el que más veces repetí esa palabra, pero se lo merecían.
El Chevrolet Camaro de mi padre llevaba años en el garaje. Él lo compró con la mayor ilusión del mundo, le costó un ojo de la cara -no literalmente-, y más teniendo en cuenta que cuando lo compró ese modelo sólo llevaba un año en el mercado, pero a él le dio igual. Desde pequeño creció viendo a su padre en las carreras de coches, todas las horas que se pasaba en el taller con mis tíos y mi padre. Y a pesar de su avanzada edad, mi abuelo siguió corriendo hasta que mi abuela le rogó que dejara de hacerlo porque algún día tendrían un susto. Irónico fue que un camión que transportaba coches de alta gama se estrellara contra el de mi abuelo cinco años atrás. Mamá y yo conseguimos superarlo, pero a mi padre le afectó de sobremanera. Él se aferraba a la idea de que algún día volvería. Y eso que ya tenía más de cuarenta años. Pero lo que siempre le dijeron sus padres es que nunca perdiera la esperanza. Y aún sin tenerlos a ellos a su lado ya que la nana -mi abuela- había fallecido un año antes del accidente por un cáncer, seguía siguiendo sus normas y sus consejos. Se aferraba a lo único que le quedaba y se alejó de aquello que realmente le llenaba pero que ya no podía soportar.
Los coches.
Abandonó su camaro azul en el garaje y me costó sudor y lágrimas convencerle de que me dejara sacarme el carnet de conducir. Pero lo conseguí, y ahora con diecisiete años y un Camaro recién arreglado por las maravillosas manos de Sam podía ser independiente en lo que a viajes se refería.
Me gustaba ir en bus, sí. Era una forma de despejarme y de pensar en mis cosas mientras veía pasar los edificios a mi alrededor, me concentraba en la gente que entraba y salía. Algunos podían llegar a ser extremadamente extraños, pero supongo que alguien pensaría igual de mí. Me imaginaba sus vidas y el porqué de coger el autobús, el porqué de sus sonrisas, sus lágrimas y sus enfados. Igual ahí la rara era yo, pero no me importaba. Cuando lo perdía llamaba a Sam y él venía con su KTM a buscarme. Y como último recurso tenía mi bicicleta, comprada por mi madre cuando era joven y arreglada por mi abuelo cuando aún vivía. La verdad es que a parte del Camaro no teníamos otra cosa de mucho valor, la gente decía que mi casa era muy "vintage", terminé creyéndomelo porque eso era mejor a pensar que todo lo que había allí tenía más de treinta años.
Pero todo eso no era comparable como tener a mi Riri -bautizado mi camaro por mí desde hacía seis años- disponible siempre que quisiera. De seguro que no lo iba a perder con la bici, porque con el amarillo chillón que le habían puesto ahora y las franjas negras que recorrían su capó, lo vería a la distancia. En esos momentos me llegaba a parecer más precioso que cinco gatos persas con las pupilas dilatadas.

Y bueno, sí, Riri. Mi amor incondicional hacia Robyn Rihanna estaba presente en mi día a día. Esa mujer era la perfección en cuerpo humano y yo no me resistía a algo así. Estoy segura de que por ella me haría lesbiana, es decir, ¿quién no? 

¿Por qué no? -- Capítulo 1

Amber.
Me despertaron las voces de mi madre en el piso de abajo. Las ignoré y tapé mi rostro con una de las muchas almohadas que tenía encima de la cama. Con un suspiro intenté dormirme de nuevo, pero el sonido de la puerta me lo impidió.
- Mamá, por favor, es sábado. Quiero dormir... -Lo intenté decir para que se me entendiera mientras evitaba que se me callera la baba.
Giré mi cuerpo para quedar bocarriba aún con la almohada en la cara. El silencio reinaba en mi habitación y supuse que ya se habría ido.
Estaba muy equivocada.
Algo cayó sobre mi cuerpo provocando que me despertara de una vez por todas y que empezara a patalear.
- Vamos, bombón, levántate ya o sufrirás las consecuencias.
Destapé mi cara y me miré enfadada.
- ¡Por el amor de Dios, Sam! ¿Qué hora es? ¿Las nueve? ¿Las diez? Déjame dormir... -Ronroneé.
- Tú lo has querido.
- ¡No! -Comencé a reírme a carcajadas mientras mi pelo tomaba vida propia y me tapaba la visión. Samuel siguió haciéndome cosquillas y aproveché un momento en el que se despistó para, con un rápido movimiento, ponerme encima suyo y sujetar su cuello con mi antebrazo.
- ¡Wow! Relaja, fierecilla.
- ¿Se puede saber por qué vienes a mi casa tan pronto? ¿Has tenido pesadillas, chiquitín? -Le sonreí burlona. Pero mi sonrisa no duró mucho porque alguien me placó por el lado derecho de mi cuerpo y acabé en el suelo con una Alana muy despeinada sobre mí. -¡Ya vale! ¡Os aprovecháis todos de mi cuerpo!
Los dos estallaron en carcajadas hasta que mi madre apareció por la puerta y se quedó muda al ver el panorama.
- ¿Estáis bien?
- Oh, Lauren, ya sabes que no. Pero qué se le va a hacer, tu hija no tiene solución. -Contestó Sam antes de que yo estampara una almohada en su bonito rostro. - ¡Eh!
- Bueno, ¿y por qué me tenía que levantar tan pronto?
- Tenemos una sorpresa para ti. -Dijo Alana con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¡Haberlo dicho antes!
Me levanté del suelo lo más rápido que pude y busqué en mi armario ropa para ponerme.
- Yo voy a hablar con tu madre abajo, que me ha dicho no sé qué de unas plantas. -Rodé los ojos al escuchar a la rubia.
Siempre hablaba con mi madre de flores, yo no entendía qué veían las dos en la jardinería, pero para ellas era emocionante.
Desapareció por la puerta no sin antes despeinar a Sam que seguía tumbado en mi cama.
- ¿A dónde vamos a ir? ¿Qué me pongo? ¿Campo? No me tengo que poner vestido, ¿verdad? ¡Sam! -Lloriqueé mientras él se reía socarronamente.
- Ponte lo que quieras. -Enarqué una ceja porque esa no era la respuesta que quería. -Está bien, no vamos al campo. Ponte unos pantalones y una camiseta, no es tan difícil.
Saqué los primeros shorts vaqueros que vi junto con una camiseta de Iron Maiden y me quité el pijama hasta quedarme en ropa interior para poder cambiarme.
- Sam, te dejo verme en ropa interior, pero más no así que date la vuelta, vamos. Vamos. -Empujé levemente su hombro hasta que se quedó mirando hacia la ventana que daba a la calle. -Así mejor.
- ¿Qué más da? ¿Quieres que me desnude yo también y estamos en paz? -No lo veía pero sabía que se estaba riendo de mí.
- No, Sam. Yo a ti ya te he visto desnudo y en más de una ocasión. -En el momento en el que terminé de hablar me mordí la lengua. Había metido la pata.
Samuel se dio la vuelta con su cabeza ladeada y una sonrisa burlona en el rostro.
- Por eso mismo, estoy en desventaja.
- Vale... -Comencé a bajar lentamente el tirante del sujetador que me acababa de poner pero lo volví a subir rápidamente. -Otro día, que llegamos tarde.
- ¡Pero si la sorpresa te la damos nosotros! -Hizo un puchero que yo eliminé por completo con un golpe en su nuca.
- Eres un cerdo Sam, además...
No terminé de hablar porque de repente me cogió colocando mi vientre en su hombro y pasando sus brazos por detrás de mis piernas. En otras palabras, como a un saco de patatas.
- ¡Ah! Sam, ¡bájame! -No vocalicé mucho ya que no podía parar de reír y chillar a la vez. Podía visualizar mi cabeza contra el suelo, todo lleno de sangre y a Sam con una mirada de preocupación.
- Tenemos prisa, bombón.
- Ya, pero no creo que tanta como para salir en sujetador a la calle. -Le recordé.
- Ah, eso. Bueno, tu vecino está un poco amargado, vamos a darle una alegría. ¿No crees?
- ¡Sam, no! -Seguía riéndome a carcajadas incapaz de decir nada coherente mientras él me bajaba por las escaleras directo a la puerta de mi casa.
Cuando atravesamos el umbral de ésta Sam me dejó en el suelo colocándose a mis espaldas y sosteniendo mis hombros con sus manos, haciendo la fuerza suficiente como para que no me pudiera mover.
Mi madre, que estaba en el jardín de la entrada con Alana, me miraba horrorizada mientras la rubia se sostenía el estómago para poder reírse.
- ¡Amber Collins, entra ahora mismo a casa a ponerte algo! ¡Por el amor de Dios! -Se giró hacia mi amiga- Y tú no te rías.
Le dio un manotazo en el brazo pero Alana siguió riéndose, aunque esta vez en vez de sujetarse el estómago se acariciaba la zona en la que mi madre le había dado con la otra mano.
Vimos como la señora Harrison salía de su casa y se metía en su coche mientras nos dirigía miradas y murmuraba cosas que ninguno fuimos capaces de entender. Era una mujer de unos sesenta y siete años, viuda y con dos hijos los cuales pasaban el menor tiempo posible con ella por sus insoportables comentarios. Pero eso sí, no había un fin de semana en el que o su hija o su hijo aparcaran a sus niños en su casa y se despidieran con un "el domingo nos vemos".  Muchas veces los veía desde la ventana de mi casa, se portaban peor que Daniel el travieso. En algún fin de semana de esos había llegado a sentir pena por la señora Harrison, pero luego me acordaba de lo racista que podía llegar a ser y se me pasaba la pena para reírme de las trastadas de sus nietos.
Mamá terminó riendo por la reacción de nuestra vecina.
- Nunca cambiará. -Comentó con aire nostálgico. -Y ahora señorita, ve a ponerte algo de ropa.
- Sí, señora. -Desaparecí con un gesto militar y fui a por mí camiseta.
Cuando ya estaba totalmente vestida y había desayunado, los chicos decidieron llevarme hasta mi sorpresa. Taparon mis ojos con una corbata de Sam, aunque dudaba que fuera suya porque nunca le había visto con algo "tan elegante" encima. Cuando tenía eventos importantes para los que se supone que tendría que llevar traje, él se ponía los vaqueros más oscuros que encontrara en su armario y una camiseta blanca, o en su defecto, negra. Sam me indicó que me subiera a su moto, pero el no ver nada sumado a mi gran torpeza no dio buenos resultados y terminó subiéndome él. Me dijeron que Alana esperaría en el sitio al que íbamos, no pregunté más porque sabía que no me responderían, así que me sujeté a Sam abrazándolo por la espalda mientras conducía por la ciudad, o eso pensaba yo.
- Ya hemos llegado, bombón.
Me bajé como pude de su KTM y destapé mis ojos. Presté atención al entorno y seguidamente fijé mi mirada en mis dos amigos.
- Vosotros sois muy tontos. -Dije riendo. No me podía creer lo que habían hecho.  



SUMMER. -- Capítulo 2

Clavó sus ojos en el adolescente que descansaba sobre la silla con los pies estirados y apoyados sobre el mostrador. No tenía pinta de chico de pueblo con esas Vans desgastadas, sus bermudas azules y una camiseta que también parecía de marca sobre la que descansaba un móvil de última generación. Sabrina no tenía ni idea de cómo despertarle, había tenido dieciséis años como para saber que los adolescentes pueden despertarse de muy mala hostia si no lo haces bien. Dedujo que si estaba trabajando no tendría que estar durmiendo, así que hizo como que cerraba la puerta, esta vez más fuerte provocando que el chaval se sobresaltara y se sentara bien fingiendo que no había pasado nada.
Sonrió de lado al ver a Sabrina junto a la entrada con esos shorts que le hacían unas piernas larguísimas y un escote que estaba donde no debía dado que cuando ella estaba nerviosa tiraba del dobladillo de la camiseta, haciendo que ésta descendiera.
Cuando ella se dio cuenta de lo que aquel joven hormonado estaba mirando, tiró de sus tirantes hacia atrás y se acercó al mostrador con desconfianza cruzando los brazos sobre su pecho.
- Perdona... Me ha dicho tu madre que quedaba una habitación libre. -Expuso Sabrina con tranquilidad.
- Sí, ¿y?
- ¿Cómo que y? Que si me das presupuesto o algo que quiero alojarme aquí por esta noche.
El chico se sorprendió con su respuesta, había sido muy amable al principio como para soltar aquello, pero lo entendía porque él tampoco había utilizado sus mejores palabras.
- Disculpa, estoy cansado y no... Bueno que... -El chico rascó su nuca y volvió a mirar a Sabrina a los ojos.- No estoy acostumbrado a disculparme, pero ya sabes lo que quería decir.
La morena levantó una ceja incrédula con lo que le acababa de decir. Vale que el chaval no se disculpara muy a menudo, pero ¿de verdad pensaba que aquello se podía considerar como tal?
- Te daré la llave, sígueme.
Pasó por detrás de Sabrina adelantándola para guiarle por los pasillos. Y aunque la diferencia de edad era obvia, él era más alto que ella.
Llegaron a una puerta de madera que él abrió con la llave que más tarde le entregó a Sabrina y le dedicó una sonrisa.
- Me llamo Aitor, si necesitas algo ya sabes dónde estoy.
Sabrina entró al cuarto dejándole a él a sus espaldas.
- Lo tendré en cuenta, pero si estás dormido igual no me sirves de mucho.
En el rostro de Aitor apareció una sonrisa pícara y Sabrina se pegó mentalmente por lo que había dicho.
- Por ti me quedo despierto toda la noche. -Contestó él en un vago intento por poner voz ronca.
- Anda, tira, por el amor de Dios si ni siquiera serás mayor de edad.
- Oh, si es por eso podemos ignorarlo.
- Mira... Aitor, déjame dormida que estoy muy cansada como para mandarte a la mierda, así que hazme el favor y vete antes de que meta otra vez la pata.
- Yo si quieres puedo meter otra cosa.
Cuando Sabrina vio las intenciones que tenía al empezar esa frase le cerró la puerta en las narices antes de terminarla.
- Esto ya es el colmo. -Susurró antes de caer rendida sobre aquel colchón que en un día normal podría parecerle más duro que una piedra pero que aquel día lo recibió con los brazos abiertos y los ojos cerrados.
Las sábanas se le habían pegado a la piel, le costó mil demonios levantarse de aquella cama que le había destrozado la espalda. Seguramente habría dormido mejor en su coche, pero ya no tenía remedio.
Caminó hasta el baño de la habitación y se dio una ducha con agua fría utilizando el jabón que encontró por allí. Al salir se quitó el exceso de agua de su cabello con una toalla y se vistió con la ropa que había cogido el día anterior de la maleta. Sabía que había un bar cerca así que fue para desayunar, lo que no se esperaba es que Aitor fuera el camarero.
- Buenos días, preciosa. -Le sonrió todavía más despeinado que la noche anterior.
- ¿Es que tú y tu familia monopolizáis todos los negocios de este pueblo?
Se acomodó sobre un taburete y apoyó sus brazos en la barra.
- Hay que ver que buen despertar tienes, ¿eh? Y respondiendo a tu pregunta... Se podría decir que sí, no hay mucha gente viviendo aquí todo el año como para hacerse cargo de algo como esto.
- ¿Vives aquí durante todo el año? -Preguntó Sabrina sorprendida. Aitor afirmó con la cabeza.- ¿Y dónde estudias? Lo digo porque no he visto ningún instituto ni nada.
- ¿Te estás interesando por mí? Bueno, soy muy joven para ti, lo nuestro sería un amor imposible a no ser... Si vivieras aquí seríamos felices, tengo tierras y ganado, ¿sabes?
- No me extraña. -Contestó ella en un susurro.- Anda, don Juan, ponme un café.
- Lo siento, se nos ha roto la cafetera y no traen una nueva hasta la semana que viene, pero si quieres puedes esperar. -Le fulminó con la mirada y él levantó las palmas de sus manos.- Está bien, fiera. Tenemos chocolate caliente si quieres.
- No. ¿Tienes batido de chocolate? Si es frío mejor.
- Claro.
Aitor se giró sobre si mismo mientras colocaba el trapo que anteriormente sujetaba con la mano sobre su hombro derecho, abrió la cámara y sacó lo que Sabrina le había pedido. Colocó un vaso frente a la chica y vertió la bebida mientras sonreía concentrado.
- Estudio en el pueblo de al lado, allí sí que hay instituto. Y gente con menos de cuarenta años. Es muy frustrante no tener a nadie de tu edad con quien hablar, ¿sabes? Lo bueno es que aquí aprendo muchas cosas porque todos me tratan como su aprendiz y tengo conocimientos varios de carpintería, mecánica, albañilería y te sorprendería lo bueno que soy en la cocina.
- Vaya, eres todo un partidazo. ¿Y no hay ninguna chica a la que le guste todo eso?
- No sé, dímelo tú. -Aitor apoyó sus codos sobre la barra y la barbilla en sus manos mirando fijamente a Sabrina.
- Déjalo ya, me voy a ir en unas horas y de todas formas eres un crío, con muchas habilidades pero un crío. ¿No tienes novia?
- No creo en la necesidad de tener una, es decir, yo no quiero compartir mi valioso tiempo con alguien que no merezca la pena y hasta el momento no ha aparecido esa persona por la que piense "wow, haría todo por ella".
Sabrina sonrió dándole la razón, ella pensaba igual.
- Tienes mucha razón. Bueno, Aitor, yo me voy ya que se me van a acabar las vacaciones y no voy a llegar a ver la playa. Me ha gustado hablar contigo.
El moreno puso cara de confusión y miró con cautela a la chica que en esos momentos estaba acercándose por encima de la barra, pero sonrió cuando ella depositó un beso en su mejilla.
- Mis labios están más hacia la izquierda.
Sabrina soltó una carcajada y se alejó hacia la puerta del local.
- Adiós, Aitor.

- Eh, pero espera que no me has dado tu número. -Y a pesar de que lo dijo todo lo rápido que pudo, Sabrina y había salido del bar. 

SUMMER. -- Capítulo 1

Estaba harta, se sentía frustrada consigo misma y no comprendía la necesidad de depender de los demás para hacer absolutamente todo.
Hacía unas semanas que Sabrina se había estado informando sobre viajes. No se quería llevar a nadie, tablones llenos de opiniones habían aparecido ante sus ojos abriéndole las puertas al viajar sola. Todos decían que era una gran experiencia, cualquiera necesita tiempo para encontrarse. Diariamente Sabrina se sentía saturada con la compañía que danzaba a su alrededor y estaba harta de intentar contentar a todos así que, ¿por qué no?
Cogería sus maletas, las llaves de su precioso coche y se marcharía a la playa. Mientras tuviera su portátil con internet y su libro de "cómo sobrevivir sola a unas vacaciones", podría sobrevivir por unas semanas.
Catorce días, esos eran los que su jefe le daba de vacaciones. Su jefe, más conocido como "tío Tony" era el hermano de su padre, dueño de un restaurante italiano en el que Sabrina trabajaba como camarera para poder ayudar con los pagos de la universidad a la que asistía desde hacía dos años para estudiar matemáticas. Era algo que le quitaba la mayor parte de su tiempo, siempre escribiendo entre formulas, letras y dibujos. Lo que menos veía eran números, pero eso a ella le daba igual. Estaba centrada en cerrarle la boca a todos aquellos que alguna vez en su vida habían dicho que no sería capaz de terminar la carrera o que ese título no le abriría las puertas en el mundo del empleo. Se comía sus críticas con patatas, pero también afectaban a su estado de ánimo.
Segundo verano tras empezar aquello y había pasado más de dos semanas encerrada en su casa, con miedo a salir a la calle, a relacionarse y negando la necesidad de hacerlo. Hasta que se dio cuenta de que para ello no necesitaba estar en su casa, podría irse a un camping y así por lo menos aprovechaba para ponerse morena.
- ¿Estás segura de esto?
- Sí, mamá.
Abrazó a aquella mujer a la que los años ya empezaban a pasarle factura, las arrugas que rodeaban sus ojos cada vez eran más notables, se comenzaba a teñir con más frecuencia para cubrir las canas que aparecían en su cabello y las visitas al médico nunca dejaban de hacerse. Sabrina no se parecía en nada a ella, tal vez tendría que ver con que ella no era su madre biológica, pero la quería como tal. Su padre se había casado con Natalia cuando Sabrina tenía apenas cinco años. Su madre les abandonó después de que ella naciera pero no tenía ese sentimiento de querer saber más y la necesidad de conocerla porque con Natalia tenía más que suficiente.
- Llámame todos los días, ¿quieres? -Acarició su mejilla.
- Sabes que no lo haré. -La cara de horror de su madre le incitó a seguir hablando.- Lo sabes, además, si me voy es para no hablar con nadie. Prometo que te llamaré, pero no todos los días.
- Está bien, pero por lo menos cuando llegues sí. Quiero saber que estás bien.
- Claro. -La volvió a abrazar antes de cargar las maletas en el coche.- Dile a papá adiós de mi parte y dale un beso.
- Ya sabes que quería estar aquí pero no ha podido.
- Lo sé, mamá. -Le dedicó una sonrisa tranquilizadora y se colocó frente al volante.
- Cuídate y llámame cuando llegues. -Le dio un beso colándose por la ventanilla del Toyota.
- Si no me dejas irme se me van a acabar las vacaciones antes de salir de este pueblucho.
- A ver si cuando vuelvas estás un poco más normal. Y quiero que me traigas conchas.
- Nunca entenderé tu afán por las manualidades y todas esas chorradas, pero vale. Me voy, te quiero. Cuídame a Rex.
- No sé qué va a hacer tu gato sin ti.
- Yo tampoco, pero no lo alarguemos más. Adiós, mamá.
Se despidió con la mano mientras daba marcha atrás y salía del garaje de su casa para poner rumbo a la playa.
Había decidido no encender el GPS, tenía aprendidas de memoria todas las salidas que tenía que tomar hasta llegar al pueblo pesquero que había elegido para sus días de relax, e intentaría llegar por sus propios medios.
Pero Sabrina nunca fue buena en lo que se refiere a orientación, ni a direcciones.
Dos horas en aquel coche y ya sentía como se le engarrotaban las piernas. Tenía que parar, buscar un sitio con una pinta decente y comer algo para poder estirar las piernas o no llegaría viva.
Estacionó en el único sitio libre que quedaba en el parking de aquel restaurante de carretera. Al salir de su Toyota estiró como pudo su camiseta para que no se viera tan arrugada y buscó la puerta del local.
La voz de la mujer de las noticias inundaba la estancia. Otra cosa que a Sabrina le sobrepasaba y que a la vez no podía vivir sin ello eran las noticias. No soportaba enterarse tarde de lo que pasaba por el mundo, pero le hervía la sangre al darse cuenta de que por cada diez noticias sólo había una buena, o ni siquiera eso. Había demasiada corrupción y dolor en el mundo que verlo diariamente no es que fuera un chute de alegría.
Tenía tanta hambre que devoró su bocadillo de tortilla como si llevara un mes sin comer. Pagó su cuenta y se fue de allí dejando atrás a todos los camioneros y padres que viajaban con sus hijos, unos más insoportables que otros.
- ¿Pero qué...?
No era normal que se encontrara en medio de su camino una señal que indicaba que estaba yendo hacia Francia. No, ese no era el camino que debía tomar y tendría que dar la vuelta, conducir más horas y gastar más dinero en gasolina. No había sido muy buena idea eso de no encender el GPS, pero seguiría sin sacarlo de su funda.
- Menudo roadtrip conmigo misma, ¡yuju! -Ya no le quedaban muchas fuerzas, pero consiguió levantar la mano para acompañar el triste comentario que sólo ella había escuchado.
Tomó la siguiente salida hacia un cambio de sentido a distinto nivel, y dejó atrás las señales que indicaban el país vecino.
Le esperaba un largo día.
Llevaba horas conduciendo y ni siquiera veía el mar. Ya había parado tres veces a lo largo de todo el viaje y estaba empezando a anochecer. Tal vez si hubiera escogido un sitio que estuviera más cerca de su pueblo habría llegado antes, pero nada era lo que ella buscaba. Harta de todo y con sus piernas pidiendo un descanso se desvió de la autovía para coger la salida hacia un pueblo que parecía ser bonito.
Aparcó en el primer sitio que encontró en lo que parecía ser el centro de aquel municipio y bajó del coche dispuesta a encontrar un sitio en el que poder dormir. Por suerte llevaba viendo desde la entrada señales que indicaban una pensión, no podía ser muy difícil encontrarla entre aquellas cuatro casas.
Diez minutos andando y lo único que había encontrado había sido un parque infantil que no estaba en muy buenas condiciones. Cuando estaba a punto de dirigirse hacia el coche para dormir allí se encontró a cuatro mujeres que descansaban en el banco de una plaza. Se acercó hasta ellas y dejó su cansancio a un lado para dar paso a su falsa amabilidad.
- Disculpen, ¿me podrían indicar dónde está la pensión? -Estranguló el dobladillo de la camiseta que la cubría e ignoró las miradas críticas que fueron dirigidas hacia su persona.
- Sí, claro. Yo soy la dueña, la tienes justo detrás de ti.
Sabrina giró sobre sus pies para darse cuenta de que, en efecto, allí había un cartel de madera en el que claramente se podía leer PENSIÓN en letras más oscuras. Si no fuera por el cansancio acumulado sus mejillas habrían adquirido un color rojizo por la vergüenza, pero no tenía ganas de nada y su cuerpo tampoco. Volvió a girarse hacia el banco.
- ¿Podría decirme si queda alguna habitación libre para hoy? Siento si es una molestia, es que he tenido problemas en el viaje y... -No pudo terminar porque la morena que le había hablado anteriormente levantó la mano en un gesto indicándole que se callara y eso es lo que hizo.
- No te preocupes, muchacha. Tienes suerte, me queda una habitación. -Sabrina la observó esperando a que se levantara o hiciera algo para ir a la pensión, pero ni siquiera hizo un amago de levantarse.- Oh, sí. Puedes entrar, mi hijo te atenderá.
Le dio las gracias, las buenas noches y se despidió de todas para ir a buscar un sitio en el que poder dormir. No le hacía gracia eso de que le atendiera su hijo, demasiadas conversaciones para esas horas o incluso para un día entero. Además tenía dos opciones, que el chico en cuestión fuera un pervertido que no había conseguido salir de ese pueblo por su ineptitud y que se desquitara acosando a los inquilinos, o que fuera un tío bueno que no tenía dos dedos de frente y que no sabía hacer una o con un canuto. Tenía claro que no podía ser muy mayor porque la mujer no aparentaba más de cincuenta.

Tocó dos veces la puerta con sus nudillos y la abrió para encontrarse tras el mostrador algo que no se esperaba y que ni siquiera entraba en sus opciones. 

Ariel. -- Capítulo 2

Observó el brazo que había extendido el chico para que le estrechara la mano. Estaba lleno de tatuajes, demasiadas rosas para no ser un jardín.
- No muerdo, ¿sabes? Bueno, sólo sí tu quieres.
Ariel enarcó una ceja en su dirección por su descaro pero en el fondo le había hecho gracia. Dejó escapar una carcajada y extendió su brazo también para sujetar la mano de Hugo con firmeza. Pretendía verse fuerte y segura de sí misma, pero el escalofrío que recorrió su columna vertebral no se lo dejó fácil.
- No me has dicho tu nombre, tendré que llamarte pitufo. -Dijo mientras enrollaba sobre su dedo un tirabuzón de la chica.
- No me llames pitufo, -dijo de mala gana.- mi nombre es Ariel.
Hugo sonrió dejando ver sus perfectos dientes, le había gustado su nombre. Y le gustaba más aquella chica que, en vez de estar emborrachándose con los demás en su casa, estaba sentada en el césped con un vaso de vodka. La había visto llegar y salir del coche de Iker, no sabía quién era pero sintió la necesidad de ir hasta donde ella cuando la vio andar empujando a los demás como si nada le importara.
Pero si no hacía nada rápido Ariel se iría de allí porque por su parte, ella estaba pensando en una manera sutil de decirle a aquel chaval que la dejara en paz y que no quería perder el tiempo por muy perfecto que fuera su físico y por muy hipnótica que fuera su sonrisa.
- ¿No te gusta la fiesta? -Preguntó ella con la esperanza de que volviera a la casa. No le apetecía irse de allí, por lo menos quería terminarse su vaso y seguir sentada hasta que su mejor amiga se dignara a llevarla de vuelta a su hogar.
- ¿Y a ti? -Odiaba que respondieran a sus preguntas con más preguntas y se le estaba acabando la paciencia, pero había algo en él que hacía que los diez segundos que le costaba rechazar a las personas se alargaran un poco más.
- No. Odio las fiestas así. ¿Qué fin tiene beber hasta el amanecer para no acordarse de nada después? Es absurdo.
- No necesitas beber hasta ponerte ciego para poder disfrutar de una fiesta.
La peliazul hizo una mueca de disgusto y sujetó su vaso mientras intentaba ponerse de pie.
- Ey, ¿adónde vas?
Hugo se enderezó para quedar a la altura de la chica, apenas le sacaba cinco centímetros, pero seguía siendo más alto que ella, de no ser por los tacones que llevaba, con ellos puestos Hugo pasaba a ser el bajito de la pareja. Pero no le importó, porque verla ahí, de pie con su jersey de lana totalmente ocurrente para una fiesta de adolescentes, sus pantalones rotos y unas sandalias a las que estaba claro que no estaba acostumbrada, le impactó demasiado.
- ¿Tienes a alguien que te lleve a casa? -Le preguntó mientras seguía sus pasos.
- Sí, mi amiga Naya y su novio. Me habían dicho que cuando quisiera me llevarían a casa. -se quedó quieta al otro lado de la acera para ver cómo sus amigos, supuestamente responsables, se tambaleaban por el jardín delantero de la casa.- Bueno, pues no, no tengo a nadie que me lleve a casa. Pero puedo coger un bus.
- Sirenita, a estas horas ya no pasa el bus. -Ignoró la cara de horror que puso Ariel al escuchar cómo le había llamado y siguió hablando.- Tengo una idea, ven, acompáñame.
Dejó a un lado la desconfianza que tenía hacia todas las personas que no formaban parte de su círculo, y se dejó arrastrar al interior de la vivienda con su mano sujeta por la de Hugo. Se sentía bien, pero no sabía cómo expresarlo. Subieron hasta el segundo piso de la casa evitando a las parejas que se amontonaban pegados a la barandilla. Hugo comenzó a buscar algo en el bolsillo de su pantalón y Ariel le miró con una ceja enarcada hasta que él chasqueó la lengua sacando una llave que seguidamente introdujo en la cerradura de la puerta que había al final del pasillo.
Sorprendida, Ariel entró en la habitación sin rechistar y la observó con detenimiento girando sobre sus pies. No era extremadamente grande pero sí más que la suya. Con una cama que no llegaba a  ser de matrimonio junto a una pared, un armario que ocupaba la opuesta a ésta y un escritorio junto a una estantería repleta de libros. Lo que más le fascinó fue el árbol que había pintado en la pared que hacía de cabecero de la cama, negro sobre blanco. Los detalles eran extraordinarios. Se acercó para pasar sus dedos delicadamente por encima pero cuando estaba a punto de hacerlo se fijó en el marco de fotos que había en la mesilla de noche. En la foto aparecía un niño muy sonriente, Hugo, abrazando a una mujer mayor que estaba en silla de ruedas. A Ariel le emocionó ver el brillo de felicidad que desprendían los ojos de aquella mujer.
- No sabía que esta era tu casa. -Giró sobre sí misma para ver cómo Hugo se sentaba en la silla del escritorio con una botella de vodka. Él asintió con una sonrisa de medio lado.
- Pues ya lo sabes, sirenita.
- Eres muy original. -No se guardó su tono irónico.
Pedante.
Esa era la palabra que quería decir y que repetía en su cabeza una y otra vez en cada momento que Hugo abría la boca para decir alguna de sus cosas poco inteligentes. Pero aun así, allí estaba en la casa de alguien que no conocía porque su amiga se había empeñado en que fuera a la fiesta. Y no sólo eso, se encontraba en la habitación de Hugo con él para hacer qué.
Ariel comenzó a ponerse nerviosa, estrujó sus dedos al no saber qué hacer con sus manos, miraba a todos los lados y a ninguna parte a la vez mientras pensaba en una forma para salir de allí sin que le retuviera.
- Esto... -Comenzó a decir la peliazul, hizo una pausa con el fin de seguir pensando pero Hugo lo tomó como una invitación para hablar él.
- ¿Quieres ver una peli?
Ariel le miró con sorpresa, no se esperaba eso para nada, pero tampoco le importaba ver una película. Su amiga le había dejado sola en aquella fiesta y si quería volver tendría que hacerlo andando así que no tenía prisa.
- Está bien. -Se sentó sobre la cama apoyando su espalda con sumo cuidado sobre la pared y observó cómo Hugo cogía su ordenador portátil y se sentaba a su lado dejando la botella en la mesilla.
- ¿Francesa, española, estadounidense...?
- ¿Qué?
- La película, que si tienes alguna preferencia. -Ni siquiera la miró, estaba absorto en la lista de películas que se extendía a lo largo de la pantalla.- Eh, conozco una muy buena. Bueno, no sé si te gustará, va sobre genética y eso, en plan del futuro. No sé si me explico.
- ¿Gattaca? -Ariel conocía esa película demasiado bien, desde que se la habían puesto en el instituto no había parado de verla.
Hugo inclinó su cabeza para poder mirarla directamente a los ojos y sonrió al ver que ella se había emocionado con la sola mención de su película favorita.
- Sí, pero como supongo que ya la has visto si quieres pongo otra. -Su mano sobre el ratón se frenó cuando sintió la de Ariel sobre ella.
Ambos decidieron ignorar el escalofrío que había recorrido sus columnas vertebrales para dejarles sin habla durante unos segundos e hicieron como si nada.

- No pongas otra, no me importa verla una vez más. -Ariel sonrió de verdad por primera vez en toda la noche y Hugo disfrutó de ello como si se tratara de una noche llena de estrellas fugaces bañando el cielo. 

Ariel. -- Capítulo 1

- Oh, venga, no me puedes dejar sola. -Exigió su amiga.
Ariel llevaba más de una hora escuchando cómo su amiga le suplicaba para que fuera a otra estúpida fiesta de adolescentes en las que lo único que se hacía era beber alcohol, bailar y vomitar ese alcohol. Sí, no era fan de aquellos eventos y su actitud lo dejaba bien claro. Pero Naya no estaba dispuesta a presentarse en aquella fiesta sin su amiga del alma a pesar de que era demasiado evidente que no iría sola, su novio le acompañaba a todas partes y era una suerte que no fueran juntos también al baño.
- Naya, no insistas, en serio. Además, ese viernes me toca trabajar y sabes que Camillo no me dejará faltar en un día así, los viernes suele ir mucha gente. Y no quiero ir, métetelo en tu cabecita, pequeña culturista. -Espetó Ariel con un tono que rozaba el enojo.
La peliazul trabajaba los fines de semana en un restaurante para ganar dinero y poder comprarse los caprichos que le surgían día sí y día también. Camillo, su jefe, un italiano que había vivido su infancia en la toscana y que llevaba más de diez años por España, la había contratado en su restaurante de camarera para que le echara una mano a su hijo. Y es que en vez de llamarse Camillo, tendría que llamarse Celestino porque también era un nombre italiano y porque era lo que pretendía: juntar a su hijo con Ariel, a pesar de las rotundas negaciones por parte de la chica. El chico, un joven de unos veinte años con una extraña belleza sólo visible por unos pocos, nunca le faltaba tiempo para insinuarse a Ariel.
- Ariel, venga ya, ¿a cuántas fiestas has ido desde que empezó el curso? Nos falta menos de un año para cumplir la mayoría de edad y tú todavía no has quebrantado la ley. -Expuso Naya mientras se rizaba el pelo.
- ¿Es que hace falta quebrantar la ley para sobrevivir? ¿Vas a dejar de ser mi amiga si no me llevan al calabozo aunque sea una vez?
- Sabes que no, pero me hacía mucha ilusión que vinieras. -Hizo una pausa mientras se acariciaba la barbilla y Ariel supo que nada bueno saldría de allí.- Haremos una cosa... -Ya empezaba.- Irás a trabajar, y cuando termines vamos a buscarte, pasas por la fiesta y si no quieres estar por allí te llevamos de vuelta a tu casa, ¿qué me dices?
- ¿Y quieres que vaya a una fiesta con delantal? Es absurdo Naya, si te digo que no quiero ir, no voy.
El labio inferior de Naya sobresalió notablemente y sus ojos se agrandaron dándole el aspecto del gato con botas, algo a lo que Ariel era incapaz de resistirse. Así que lo pensó mejor, si le decía que sí a su amiga en ese momento, desistiría, daría unos cuanto saltos y se iría por ahí -tal vez al gimnasio- el día de la fiesta ya inventaría una excusa a última hora y se saldría con la suya. Pero en cambio, si le seguía diciendo que no sabía que no pararía hasta hacerla cambiar de opinión.
- Está bien...
Como había supuesto, su mejor amiga empezó a dar saltos por toda su habitación y a aplaudir mientras se despedía para irse a quién sabe dónde.
Era lunes por la tarde y a Ariel le quedaban cuatro días para inventarse una escusa, le daba igual que fuera creíble, con tal de que fuera efectiva le servía. Podía decir que su madre había tenido un accidente y estaba en el hospital, pero rápidamente descartó la idea. Era muy macabro y no quería tentar a la suerte.
A pesar de que Ariel no era muy supersticiosa, todavía seguía creyendo en los deseos que se le piden a las estrellas fugaces o a los dientes de león. Aún cuando ninguno de todos los que había pedido se habían hecho realidad. Así como creía que si decías algo malo de alguien con respecto a su salud podía salirte el tiro por la culata y hacerse realidad, así que mejor no decir nada de eso.
Podría inventarse una cita con alguien muy apuesto pero las constantes preguntas por parte de Naya serían interminables y terminaría diciéndole que era mentira y que lo dijo por no ir a la estúpida fiesta.
Aunque para qué inventarse una cita cuando sabía de alguien que estaría dispuesto a salir con ella sin hacer preguntas y a la primera, pero salir con el hijo de Camillo era un precio demasiado alto que no estaba dispuesta a pagar.
Su amiga le había dicho que si no quería entrar a la fiesta le llevarían de vuelta a casa, tenía que creer en ella. Al fin y al cabo una relación de amistad de nueve años aproximadamente se conservaba gracias a la confianza por ambos lados.
El martes esperó paciente a que Naya apareciera con su moto para llevarla al instituto. Desde que se sacó el carnet pasaba a por ella todas las mañanas para que Ariel no tuviera que coger el autobús, el cual lo había perdido demasiadas veces por la poca empatía del conductor que en vez de frenar cuando la veía llegar corriendo falta de aire, él sólo sonreía y aceleraba más.
- Si sigues llegando así de tarde tendré que volver a buscar el bus todas las mañanas, y créeme, no me hace ilusión. -Le dijo cuando su amiga se quitó el casco para saludarla.
- Buenos días a ti también, ahora sube y no te quejes que llegaría antes si no tuviera que pasar a por ti.
En eso tenía razón así que no dijo más hasta que llegaron a la puerta del instituto donde les esperaba el novio de Naya con una pose desinteresada y unos apuntes en la mano que ni siquiera miraba.
- Hola, Iker. -Saludó Ariel antes de marcharse a clase y dejar espacio a sus empalagosos amigos que no podían estar separados ni a las ocho de la mañana.
Aquél fue uno de los días más largos de la semana, por más que miraba el reloj Ariel podía jurar que había visto las agujas ir en contra de su dirección normal. Los minutos no pasaban y a pesar de estar en pleno mes de octubre tenía un calor insoportable bajo ese jersey holgado de lana que se había puesto.
Ariel no era muy de arreglarse para ir a clases -ni para ir a otros sitios- pero como ella decía "La comodidad y seguridad en una misma es lo que nos hace vernos bien, y además no voy a perder tiempo escogiendo mi ropa para parecer una estúpida Barbie". Porque si había algo que apreciaba -sin contar el guacamole y las fresas con chocolate- era su tiempo y odiaba tener que dárselo a personas que no merecían la pena. Ni estando con ellas, ni pensando en ellas. Por ello la gente pensaba que era una de las personas más frías del instituto, porque no tardaba ni diez segundos en decirle a alguien que no malgastara su tiempo hablando con ella porque no quería escucharle. Y así, ella y su melena azul se abrían paso entre los demás estudiantes huyendo de lo que podría ser la conversación más monótona de su vida, la cual no le aportaría nada. Aunque nunca le dio la oportunidad a nadie para ver si eso era cierto.
Al contrario que el martes, que se le hizo eterno, la semana se le pasó volando y cuando quiso darse cuenta ya estaba en el restaurante con su delantal negro puesto y rodando los ojos por alguna estupidez de Luca, el hijo de Camillo.
- Luca, no insistas. No... No eres mi tipo, ¿sí?
El aludido la miró con extrañeza, no se creía que por fin después de tantos años, Ariel le hubiera rechazado. Sabía que algo andaba mal en su cabeza, pero antes de preguntarle quería seguir provocando porque eso era lo único bueno que tenía trabajar en el local de su padre, poder divertirse molestando a la chica del pelo azul mientras ella le evitaba de todas las formas posibles. Sí, le gustaba, pero no tanto como le decía a la pecosa.
- No puede ser, yo soy el tipo de todas. ¿Quién no quiere un Luca en su casa? He pensado que cuando inventen eso de los clones haré muchos para poder venderlos por teletienda, seguro que se vendían como churros. -Al ver que su compañera no mostraba ni un ápice de interés y ni siquiera se reía con su intento de gracia, se preocupó un poco más.- Ey, ¿qué te pasa?
Sabía que era absurdo preguntar si estaba bien, era evidente que no y odiaba a la gente que hacía eso. Sobre todo cuando la persona en cuestión estaba llorando -aunque no era el caso- era estúpido preguntarlo porque se veía a la legua que no estaba en buenas condiciones.
Ariel posó sus ojos verdes en los de él, se sentía bien que por una vez alguien se preocupara por ella, aunque se tratara del pesado de Luca.
- Nada... -No sonó convincente y el italiano respondió con una mueca de desaprobación.- Bueno, la verdad es que no. Naya se ha empeñado en que vaya a una fiesta a la que no me apetece ir  y no se me ha ocurrido ninguna escusa a lo largo de esta semana y... ¡Arg!
- Podrías decirle que tienes una cita conmigo. -Propuso el moreno.
- Ya, bueno... -Se rascó la nuca mientras pensaba en una manera sutil de decírselo.- Verás, eso ya lo había descartado.
- Oh... No sabía que te caía tan mal.
De alguna manera le dolió verle afectado, no quería hacerle daño. Sí, Luca era un pesado, pero era el primero que se preocupaba por ella y lo agradecía.
- No me caes mal, pero como ya te he dicho, no eres mi tipo.
- Sí, sí. -Hizo un gesto con las manos para restarle importancia y volvió con las masas de las pizzas para dejar a la peliazul con sus problemas.
Se acercaba la hora de cerrar y lo único que deseaba Ariel es que cayera un esteroide en medio de la ciudad para que cortaran todas las carreteras, pero dado que eso era muy improbable, porque seamos honestos, sólo cortarían las carreteras afectadas, no le quedaban más opciones. Así que muy a su pesar entró en el cuarto para empleados y cambió su ropa de trabajo por algo un poco más decente. Unos pantalones negros, con rotos en las rodillas, un jersey gris de lana y sus inseparables Adidas. No tenía ganas de ir a aquella fiesta y no se pondría un vestido de gala para ello.
- ¿Vas a ir con esa ropa?
Ni un hola ni un buenas noches, el saludo de su mejor amiga había sido ese y Ariel lo aceptaba porque lo estaba esperando. Sabía que Naya no estaría de acuerdo en que fuera con un jersey y unos jeans, pero le dio igual. No contaba con que la morena traería consigo una bolsa que podría ser cargada por el mismísimo diablo.
- Menos mal que soy previsora y sabía que no te ibas a vestir para la ocasión. -La cara de horror que puso Ariel en ese instante fue para inmortalizarla y colgarla en la casa del terror.- No me mires así, no te he traído un vestido, pero por lo menos quítate esas zapatillas y ponte mis sandalias.
Sacó de la bolsa unas sandalias de tacón grueso que por lo menos, para la suerte de Ariel, tenían la suficiente plataforma como para que el tacón no se sintiera tan alto. Aún así se sentía como si llevara zancos.
Mientras se cambiaba, analizó a su amiga.
Naya, con su pelo bicolor, castaño por las raíces y rubio por las puntas, llevaba puesto un vestido amarillo que si bien a otra gente ese color no le quedaba bien, a ella le hacía destacar. Se veía más preciosa de lo que iba ya normalmente y eso era algo que, aunque no quisiera admitir, Ariel llegaba a envidiar de su amiga. A pesar de que ésta iba todos los días al gimnasio, aún después de estar horas haciendo ejercicio, con sus chándales y tops seguía viéndose guapa. Y al contrario que la peliazul, amanecía resplandeciente y no con una melena que parecía un nido de pájaros y una cara que podría estar sacada de una película con mal maquillaje.
Al llegar a la urbanización en la que se celebraba la fiesta supieron identificar la casa en cuestión de segundos, había adolescentes tirados por el jardín delantero y la música hacía que los cristales vibraran. Ariel supo que había sido una mala idea rechazar la oferta de Luca en el momento en el que presenció como un joven que aparentemente se asomaba por la ventana del segundo piso para saludar, se inclinaba lo suficiente como para precipitarse, o simplemente para poder vomitar a gusto.
Asqueada acercó su cabeza entre los asientos delanteros del coche donde se encontraban sus amigos y expresó su deseo de irse de allí antes de arrepentirse todavía más.
- Ariel, no me hagas esto, ni siquiera has entrado.
Enfadada porque lo último en lo que había pensado era en que su amiga rompería su promesa de llevarla a casa cuando lo pidiera, esperó a que el coche estuviera parado para salir de allí y perderse en la casa llena de borrachos hormonados.
Cuando encontró lo que se parecía más a una barra de bar, pidió un vaso de vodka con algo y salió de la casa para perderse en sus pensamientos y en el parque que había enfrente de ésta. Ni siquiera reparó en el gran tamaño de la casa que parecía que su dueña era la mismísima Barbie, ni en los caros coches que había estacionados a lo largo de toda la calle. Buscó un lugar en el que sentarse descartando los bancos que había a las orillas de aquel camino de tierra y terminó sentándose en una zona con césped. Tenía mucha sed y lo dejó claro cuando, después de dos simples tragos, su vaso ya estaba por la mitad.
Le dio tantas vueltas a sus planes de salida que no se inmutó cuando un cuerpo se sentó al lado del suyo dejando apenas diez centímetros entre ambos. Cuando notó la invasión en su espacio vital se sobresaltó y observó a su acompañante.
Sin palabras para describirlo perdió la noción del tiempo y se abandonó en aquellos ojos grises.

- Soy Hugo. 

Recuerdo que nunca me levanté. -- Capítulo único.

Estirando mi brazo sobre el colchón sentí lo que faltaba, se sentía vacío y frío. Cerré los ojos profundamente hasta que la puerta de nuestra habitación se abrió, dejándome ver al ser más hermoso que sus padres pudieron haber creado. Pasó una pierna sobre mi cintura y se sentó a horcajadas.
- Buenos días. -Ronroneó a centímetros de mis labios.
No sabía cómo pero a cada día que pasaba la tenía más metida bajo mi piel. Por ella había dejado todo lo malo que en un pasado me rodeaba, dejé de buscar la diversión en el alcohol para encontrarla junto a ella en el sillón. Nunca, jamás, habría pensado que aquella pobre chica que se presentó en la puerta de mi casa, calada hasta los huesos, buscando un techo para no morir de hipotermia, llegaría a ser alguien a quien poder llamar el amor de mi vida. Me había enseñado tantas cosas que me sentía en deuda, necesitaría dos vidas más para darle todo lo que ella me había entregado por ser yo; o eso decía ella siempre que le preguntaba.
Esas cosas no se preguntan. No lo pienso, Hugo, lo hago y punto.
Ella siempre sabía qué decir y cuando tenía que callarse. Amé cada segundo que pasé observándola leer sus libros de misterio, cómo se frustraba ella sola intentando averiguar quién era el asesino, contándome sus hipótesis hasta las tres de la mañana; y yo, como un tonto enamorado, si hacía falta me quedaba despierto hasta las cinco.
- Te he hecho el desayuno. -Sus labios se juntaron con los míos en un toque sutil.
No era suficiente, nunca lo era. Elevé mis brazos hasta su espalda para que se acomodara en mi pecho y poder profundizar más en ese saludo mañanero.
- ¿Ah, sí? -Pregunté entre beso y beso, abriendo los ojos para admirarla un poquito más, si es que eso era posible.
- Aham... -Sonrió sobre mis labios y en un rápido movimiento, con sus caderas sujetadas por mis manos, la giré hacia la derecha para ser yo el que estuviera encima.
- Entonces tendré que probarlo.
Hice un amago de darle otro beso, pero antes de que eso pasara, yo ya estaba corriendo hacia la cocina mientras escuchaba sus quejas desde el colchón.
La esperé con una sonrisa en mi rostro, sentado sobre uno de los taburetes que acompañaban la barra americana de mi apartamento. Tenía que admitir, que el origen de mi piso no era muy legal, pero mientras tuviera un techo bajo el que vivir, no encontraba el problema.
- La próxima vez que me hagas eso me iré. No sé... Tal vez a las Maldivas... No, eso es muy caro. -Se acercó a mi despacio.- Igual me voy a Francia, o a Milán.
Después de tantas veces escuchando lo mismo, me había acostumbrado a que me dijera que se iba a ir. Al principio yo lo tenía asumido, es decir, había aparecido en mi puerta con una mochila casi más grande que ella, llena de cosas. Ni siquiera tenía casa, le gustaba viajar y lo hacía. A su manera. Nunca hablaba de su familia, no sabía si tenía una. Jamás mencionó una madre o un padre, y mucho menos una tía o algún hermano. Estaba tan metido en mi mundo, tan drogado con su presencia que ni le pregunté, prefería no presionar y alejarme de esos temas. El miedo era constante en mi sistema, me aterraba perderla porque me había acostumbrado a tenerla día y noche, a sentirla y poder reconocer su perfume a metros de distancia, cuando se trataba de Joy era como un perro. Celoso, sí, pero intentaba disimularlo cuanto podía porque sabía que a ella no le gustaba. Según mis amigos, los que me quedaban, yo me había perdido, dejando atrás todo lo que a ellos les gustaba pero a mí empezaba a darme asco. Llegué a entender que no necesitaba emborracharme como mínimo una vez a la semana para ser persona.
Dejé el egocentrismo de lado, de mirarme en el espejo para mirarla a ella. Su pelo de colores intensificaba los rasgos de su cara, dividida por esa nariz estrecha y respingona que ella tanto odiaba y que a mí tanto me gustaba; sus labios, totalmente apetecibles que me tentaban a todas horas, ni siquiera era capaz de tener una conversación decente cuando ella pasaba su lengua sobre estos. Me miraba divertida y achicaba los ojos cuando se daba cuenta de que no la estaba escuchando, escrutándome tras esas pestañas con sus pupilas totalmente verdes. Al principio pensé que utilizaba lentillas, eran los ojos más verdes que había visto nunca y me encantaban como ningún otro. Aunque claro, igual eso tenía que ver con su dueña.
Pasamos la mañana en el salón, ella intentando descifrar uno de sus libros y yo... Yo mientras intentaba descifrarla a ella y a su sonrisa que aparecía cuando sus ojos se posaban en mí y me pillaba mirándola.
La portada de ese libro, con la Fontana di Trevi estampada en él, me dieron una idea, o más bien ganas de comer pasta y pizza.
La invitaría a comer y estaba completamente seguro de que no se resistiría a una propuesta como aquella. Sabía a la perfección cuál era su restaurante italiano favorito. Mas no terminaba de aclararme si era por la comida o por la decoración de este, con fotos de las viñas típicas de la toscana colgadas de las paredes y sillas y mesas de madera, manteles a cuadros rojos y blancos, sin olvidarnos de los camareros que o eran italianos o imitaban el acento a la perfección. Más de uno había sufrido las miradas asesinas que les dedicaba cuando Joy estaba ensimismada con la carta.
Cogió las llaves del apartamento antes de darme un beso y salir por la puerta.

Me limité a encoger el brazo, no quería sentir ni ese frío ni el vacío. Habían pasado dos semanas desde que ella y su gran mochila desaparecieran de mi piso y de mi vida. Catorce días en los que los recuerdos no habían dejado de aparecer por mi mente, seguía alucinando con su presencia, había dejado de comer porque un día en un vago intento de hacerme algo, terminé rompiendo todos y cada uno de los platos de mi cocina al ver los espaguetis, al acordarme de ella. De sus desayunos, de sus sonrisas y de todas las putas veces que me dijo que se iría. 

Su dama gris. -- Capítulo único.

Allí, encima de esa especie de ring improvisado, luchaba por su vida. O más bien, luchaba por terminar con la de su contrincante, quien, agazapado en el suelo, intentaba taparse sus partes más sensibles cómo le era posible. Nadie entendía como alguien era capaz de luchar en su contra y estábamos seguros de que si él salía vivo esa noche, no volvería a cometer la misma estupidez. Descargaba toda su ira sobre el cuerpo inmóvil del que alguna vez en su vida había pensado que ponerse de nombre artístico “el invencible” sería buena idea. Sus puños aterrizaban sin piedad desgarrando todo a su paso, el sudor caía de su frente llegando siquiera a inmutarle. Las vendas que llevaba en las manos para proteger sus nudillos estaban teñidas de sangre, pero no era suya. Entre las personas que se encontraban en primera fila para disfrutar del macabro espectáculo, se encontraba una chica rubia que se veía a la legua que no encajaba en ese lugar. Me fijé nada más llegar en ella, las ondulaciones de su cabello decían que pasaba más tiempo del debido arreglándose para acabar la noche en un tugurio como aquel. Sus ojos miraban apenados la escena. En sus gestos se podían leer la curiosidad y el terror hacia la que en ese momento se estaba coronando la reina de la noche. El pobre “invencible” sobreviviría a duras penas para poder decir que fue derrotado por “la dama gris”, una joven que gracias a su técnica infalible logra tumbarles a todos a los tres golpes de empezar la pelea, a no ser que quiera dar espectáculo, en ese caso a los cuatro la espalda de su contrincante ya está besando el suelo del ring. Nadie allí sabía su nombre, se movía entre las sombras y nunca te la podías encontrar por la calle. Era puro misterio para todos menos para la rubia en la que tenía sus ojos clavados. La cara de la dama gris se desencajó en cuanto la localizó en el lugar, sus ojos se tornaron oscuros, sus puños volvieron a cerrarse y la sonrisa desapareció de su rostro tan pronto como la rubia del local. Bajó de allí tan rápido como pudo y aunque el árbitro o lo que fuera aquel joven musculado no había terminado de dar su discurso, nadie dijo nada sobre el comportamiento de la dama. Dejaron que se fuera, ninguno vio a donde iba ni a quien seguía, pero yo sí que había visto que iba tras ella.
Cuando la noche llegó a su fin y ya no tenía que hacer nada más allí, salí del local para buscar la moto que había dejado dos calles más allá. Los gritos que se escuchaban en un parque cercano me llamaron la atención y me acerqué intentando pasar desapercibido. Era ella, la dama gris, discutiendo con la rubia. La morena se encontraba de espaldas, pero podía reconocer la ropa que llevaba minutos atrás y su figura, inconfundible con la de todas las mujeres con las que había estado hasta entonces pero igual o más atractiva. Los pantalones negros que llevaba colgaban de su cintura acabando a mitad de los muslos, su top rosa se ajustaba a su torso y las deportivas grises dejaban a la vista sus finos tobillos. Ya no llevaba el pelo sujeto en una trenza, se movía de lado a lado creando el caos entre sus ondulaciones. La rubia en cambio vestía con unos vaqueros ajustados y una camiseta lo suficientemente ancha como para saber que no era su estilo.
*
Seguí a Zenda en cuanto la vi salir del local. Le había dicho miles de veces que no viniera a verme pelear, si por mi fuera ni siquiera sabría que vengo aquí todos los fines de semana, pero los rumores se extendieron demasiado y  hasta ella dudaba de mí. No me quedó otro remedio que contárselo todo y atenerme a las consecuencias, pero me oponía que viniera a estos sitios llenos de hombres hormonados que no tienen dos dedos de frente. Sí, yo luchaba contra ellos, pero ganaba siempre y estaba claro que sabía defenderme sola. Pero Zenda no, ella es delicada y tiene una vida lo suficientemente buena como para no tener que aparecer por allí. Aunque claro, también es muy cabezona, de esas que se salen siempre con la suya y yo ya pedía demasiado después de dos meses sin aparecer en mi mundo. No sé por qué me llegué a creer que dejaría de atosigarme con que me acompañara, no paraba de decirme que quería verlo con sus propios ojos. Aunque estaba bastante segura de que a partir de entonces no querría verlo más, cuando sentí sus ojos sobre mí la miré directamente y pude ver lo que era el miedo en una persona querida. Venir a verme destrozar a un tipo casi el doble de grande que yo no fue buena idea y sabía que aquello cambiaría mucho su manera de ver las cosas.
- ¡Zenda, espera! -Agarré su brazo con toda la delicadeza que me fue posible mostrar. No quería que siguiera huyendo de lo que era inevitable.
Mi amiga se giró bruscamente haciendo que el pelo azotara su rostro, pero ni siquiera se inmutó. Ya no era miedo lo que inundaba sus pupilas, desprendía ira por todos los poros de su piel, me quemó la palma de la mano de verla así.
- Ahora entiendo por qué no querías que viniera. ¡Eres un monstruo, Jodie! -Aun sin creerme lo que acababa de decir observé como frotaba su cara con sus manos y suspiraba, o más bien hipaba. Iba a llorar, o tal vez a explotar. -No me puedo creer que hayas hecho eso. No he visto ni una pizca de compasión en ti cuando ese tipo estaba en el suelo desangrándose. ¿Qué clase de persona es capaz de hacer eso? No te conozco, tú no eres mi amiga. Todo, absolutamente todo ha sido una mentira.
Quise secarle las lágrimas que corrían por sus mejillas pero ella fue más rápida, se apartó de mi tacto y se lo hizo ella misma. Me miró apenada y dolida. Quería entenderla, pero no lo conseguía.
- Zenda, no... Yo no... Te dije que no vinieras, ¡joder! -Mis ganas de mirar al cielo se esfumaron cuando apareció en mi mente la idea de que si la perdía de vista, la perdería para siempre. Clavé mi mirada en la suya esperando a que dijera algo más porque yo era incapaz de continuar, no sabía por dónde empezar.
- ¡Y no tenía que haber venido! Dios... En qué momento le haría caso a Evan. -Susurró, sabía que ella no quería que lo escuchara pero lo hice, y mi sangre hirvió en el instante en el que escuché el nombre.
- No me puedo creer que el gilipollas de tu novio te haya hecho venir hasta aquí, a saber la de mierda que te ha metido en la cabeza. Te dije que no me gustaba y ni siquiera me hiciste caso.
- Eres tú la que se pelea con esos nombres, y déjame decirte que algún día no serás tú la que levante el puño y se proclame ganadora. -Espetó.
- ¡Ni siquiera te ha acompañado! ¡Mierda, Zenda! ¿Y si te hubiera pasado algo, qué? Lo peor de todo es que me echarían a mí la culpa y yo me sentiría culpable porque tú por cabezona le haces más caso a ese que a mí. A ver si va a ser el próximo que se tenga que ir al hospital con la mandíbula rota.
- No le vas a tocar, Jodie. -Susurró con miedo. -Además, él no sabe que he venido.
- Ah, eso si no te ha puesto un chip localizador porque yo de ese ya me lo espero todo.
- Bueno, pues si me secuestran podréis encontrarme antes.
- Si no te secuestra él date con un canto en los dientes. Y no me jodas, Zenda. Te manipula como le da la gana, ya está bien. Hazte valer que ya es hora de que te aprecien.
- ¿Ah, sí? ¿Tanto como me aprecias tú? No me dijiste nada de esto hasta que me enteré por otras personas y ya no lo podías esconder más. He venido por mi cuenta para ver como mi mejor amiga destrozaba a un tipo sin remordimientos ni escrúpulos. Eh, Jodie, ¿así es como me tiene que apreciar la gente?
- ¡Basta! Nunca tuviste que aparecer aquí, vete a casa, Zenda. Llamaré al gilipollas de Evan para que te lleve.
- Puedo llegar sola, no necesito un guarda espaldas.
- Te equivocas. Si no te lleva él lo haré yo. -Palpé mis caderas para darme cuenta de que no llevaba mi móvil, había bajado del ring lo más rápido que pude dejándome todo en el almacén. -No tengo mi móvil, llámalo tú.
Chasqueó la lengua mirándome con asco y sacó su móvil del borde de su bota.
- No me mires así, Zenda. -Le ordené, cansada de que me despreciara con su mirada. Sus ojos me analizaron, desde mis cejas fruncidas hasta mis puños tensos.
- ¿Evan? Necesito que vengas a buscarme... Sí... Me da igual... Sí, puedo esperar...
Le arrebaté el aparato de la mano y lo puse sobre mi oreja.
- Escucha, gusano. Vas a venir a buscar a Zenda porque después de comerle la cabeza como lo has hecho lo menos que puedes hacer es pasar a buscarla. Y haz el favor de meterte en tus asuntos o acabarás mal, es sólo un aviso. Pero supongo que sabes que sería capaz de llevar a cabo todas mis amenazas. En cinco minutos te quiero en la esquina de la Carlos con la Madrid.
Colgué el teléfono sin darle oportunidad a responder, no aguantaría escuchar su voz, no en esos momentos y con la furia corriendo por mis venas.
- Acompáñame dentro, cogeré mis cosas y te acompañaré hasta que aparezca el inepto de tu novio.
- ¿Y tú como vuelves a casa? -Pronunció con la cabeza gacha.
- ¿Y a ti quién te ha dicho que voy a volver a casa?
Sabía que no tenía que tratarla así, era mi mejor amiga y había estado para mí a las duras y las maduras, pero no podía más. Era incapaz de creer que ella sola había aparecido en el local para verme pelear. No fui consciente de que estaba allí hasta el final, y no me arrepiento porque si la hubiera visto al subir la que tendría la nariz rota sería yo.
- ¿Te doy tus ganancias, Dama?
- Ahora no, Eric. -Aparté a Zenda de su vista escondiéndola tras de mí, lo que fue un poco estúpido ya que ella es más alta que yo.
- Hola, preciosa. -Mi compañero le sonrió a la rubia y lo único que recibió fueron miradas, una de asco de parte de Zenda y una asesina por la mía.
- He dicho que ahora no, Eric.
- Está bien, está bien. -Levantó las manos y se apartó de mi camino.
Cuando ya había recogido todo y me había cambiado de ropa por unos vaqueros y una sudadera, salí del local y le dije a Zenda que esperara unos segundos mientras yo cogía algo más.
Busqué a Eric entre las pocas personas que quedaban por allí y me acerqué hasta poder tocar su hombro. Cuando se giró pude apreciar la curiosidad en sus ojos azules, buscaban algo a mis espaldas.
- No la busques, me está esperando en la puerta. Dame lo mío que me tengo que ir ya.
- ¿Tienes que llevar a tu novia a casa? -Preguntó con sorna.
- Sabes perfectamente que no soy lesbiana, y si lo fuera no es tu asunto. Dame lo que me debas, Eric.
- Vale, vale. Hay que ver lo borde que te deja la rubia esa. O igual es que estas falta de un polvo, te podría ayudar con eso, ¿no crees?
- Joder, Eric, no pillas una. Dámelo y ya, no me apetece escuchar tus gilipolleces.
- Aun encima que me ofrezco. -Rebuscó en sus bolsillos y sacó un sobre lleno de billetes para entregarme.- Toma, no ha sido la mejor noche, pero algo es algo.
- Gracias, me voy ya, que igual se me escapa. -Me despedí con un pico a lo que él me sonrió y volvió a darse la vuelta para seguir hablando con los demás.
Salimos en silencio y nos dirigimos hacia donde le había dicho a Evan que fuera. Realmente esperaba que no se retrasara ni un minuto o se quedaría sin descendencia. Sujeté mi mochila con la ropa y el dinero a mi costado, abrazándome a mí misma. Era tarde y la temperatura no era precisamente alta.
- ¿Cuánto ganas por noche? -Preguntó sin apartar la vista del camino.
La observé, con el pelo recogido detrás de su oreja llena de pendientes, su mano derecha frotaba el brazo izquierdo intentando calentarse, las botas a cada paso más desabrochadas y el maquillaje terriblemente conservado por las lágrimas.
- Lo suficiente y necesario. No es todos los días igual.
- ¿Qué se siente...? ¿Qué sientes al dejar a alguien en ese estado? -Entonces sí que me miró, sus ojos verdes me quemaban, llegaban a traspasar mi piel.
- Sientes que puedes con todo, que nadie podría hacer que te derrumbes, sientes miedo, tristeza y... No lo sé, Zenda, yo no soy de esas que saben expresar sus sentimientos.
- ¿Miedo? -Musitó.
- Miedo de ti misma, lo que has sentido tú lo he llegado a sentir yo, Zenda. Cuando empiezas no te reconoces, pero a la vez es una manera de alejarte de todo y olvidarte de los problemas por unos momentos. Sentirte la reina de la noche.
- ¿Por qué la Dama Gris? -Evitó comentar acerca de lo que acababa de decir, ni siquiera se interesó por esos problemas de los que yo no le había hablado.
- Porque la vida no es blanca ni negra, y yo soy una dama. -Se creó un silencio entre las dos, uno que con ella nunca había experimentado. Me sentía incómoda a su lado sin decir nada. -Mañana... ¿Mañana quedamos?
- No lo sé, Jodie. Necesito tiempo...
- Ya, entiendo. -Bufé pensando en que el tiempo que no estuviera conmigo lo perdería con el gilipollas que en esos momentos atravesaba la calle para llegar hasta nosotras.- Cuídate, ¿sí?
Sonrió y besó mi frente antes de subirse al Jeep y desaparecer en la noche. Sabía a que sabía aquella sonrisa y ese beso, no era un hablaremos. Era un adiós.

La perdí, Zenda desapareció de mi vida aquel 4 de noviembre y yo jamás me lo perdonaría. 

Mi reina. -- Capítulo único.

Me gustó desde que la vi andando por el campus, de la mano de ese rubio al que le prestaba tan poca atención pero del que no se despegaba ni un maldito segundo. Deduje que no eran los hombres los que le atraían por la forma que tuvo de sonrojarse cuando aquella pelirroja se acercó a devolverle lo que se le había caído. Se veía tan adorable con su suéter rosa que me dieron ganas de abrazarla y achucharla hasta cansarme.
Nunca antes la había visto por allí, pero desde ese día me la cruzaba por todas partes. Varias veces coincidimos en reprografía, amaba su forma de mirarme disimuladamente por el rabillo del ojo. Recuerdo que a veces le dedicaba una sonrisa lobuna para ver cómo reaccionaba y siempre me quedaba con las ganas de ver esas mejillas en tonos rosas más tiempo antes de que ella se tapara el rostro con su melena rubia. El día que vi sus ojos de cerca me fascinaron, me quedé sin palabras y me faltó el pelo de un calvo para empezar a babear. Por suerte, a mi lado se encontraba mi mejor amigo y él sí que supo cómo iniciar una conversación para que yo saliera de mi profundo trance y dejara de ahogarme en esos ojos azul océano. Aquello fue solo una conversación de cinco minutos en la que yo no fui capaz de abrir la boca para decir nada, notaba como su voz acariciaba cada centímetro de mi ser y me quedé totalmente en blanco, pero fui demasiado descarada como para utilizar ese momento como escusa para saludarla cada vez que la veía.
Aprendí a relajarme, a calmar mis hormonas y cuando esperaba para que me dieran mis fotocopias me atreví a hablar con ella. Estaba tremendamente orgullosa de que fuera a mí a quien se dirigía, amé cada segundo de atención que obtuve de ella y me supo a poco. Necesitaba más, no estaba dispuesta a que aquello se acabara con un simple "Sí, bueno... Hasta luego" que claramente no significaba mucho.
Conseguí mover los suficientes hilos como para que el manipulable de Josh montara una fiesta universitaria e invitara a las suficientes personas como para que nadie sospechara. Obligué a Luke, mi mejor amigo, a que fuera a decírselo a ella para que apareciera en la fiesta. Era un plan perfecto, yo me la encontraría por casualidad y de ahí surgiría una bonita amistad que terminaría en algo más bonito todavía. Pero algo salió mal, apareció de la mano del rubio que siempre la acompañaba, en ningún momento se me pasó por la cabeza que aquello pudiera ocurrir. Yo podría enfrentarme a hablar con ella a solas, pero no con los dos. Así que tuve que agilizar un poco las cosas; en cuanto vi que él se alejaba un poco la sujeté de la muñeca y, con toda la delicadeza que me vi capaz de mostrar, la arrastré hasta la habitación más cercana.
Su mirada cambió del horror a la confusión y finalmente se sonrojó al notar lo cerca que nos encontrábamos. Podía sentir su acelerada respiración, veía como su pecho subía y bajaba. Me sentía plena al ver que no apartaba sus ojos de los míos y quise besarla. Quise probar sus labios hasta que saliera el sol, o tal vez más. Quería abrazarla, acariciar cada una de sus curvas, que me mostrara su sonrisa millones de veces, quería enredar mis dedos en su cabello, tocar su delicada piel y dedicarle una y mil canciones. Quería hacer tantas cosas que ni siquiera me di cuenta de que aquello no sería posible si ella no colaboraba. Detrás de toda esa delicadeza, de los sonrojos y las miradas de reojo se encontraba una Naomi ruda dispuesta a ponerme las cosas difíciles.
Pero aquí está, tendida sobre mi cama, envuelta en mis sábanas y probablemente soñando conmigo (Nunca dije que no fuera una egocéntrica). Después de dos meses madrugando más de lo razonable para llegar a su casa con una caja de donuts y un chocolate caliente, después de acompañarla al gimnasio por la tarde durante casi sesenta días para quemar lo que había comido por la mañana y de recoger sus fotocopias cuando me lo pedía; Naomi se apiadó de mí. Ya no me importaba poner el despertador por las noches porque sabía que a la mañana siguiente la vería y que había una posibilidad remota de que me agradeciera el desayuno con un beso, aunque yo con sus sonrisas me conformaba. Y no, no me la he llevado a la cama, vino por su propio pie. Pero eso no es lo peor, sino que he sido yo la que ha terminado durmiendo en el sofá porque de buena soy tonta y claramente no la iba a dejar en la calle cuando apareció en mi portal para decirme que había perdido las llaves de su piso.
Y la creí hasta esta mañana, cuando por accidente he tropezado con su bolso y ha salido algo peculiar, algo metálico que encaja perfectamente con la cerradura de su apartamento.
Juego con sus llaveros con mi mano derecha y desvío mi vista de la ventana cuando escucho el crujir de mi cama.
- Vaya, las has encontrado. -Sonríe tallándose los ojos.- Está claro que a ninguna de las dos se nos da bien hacer planes de conquista porque el mío tampoco ha salido bien.
- ¿Y quién dice que el mío salió mal? -Me acerco despacio hasta el borde del colchón.
- Llevas dos meses tratándome como si fuera una reina y ni siquiera te he dado nada a cambio.
Y era una reina, mi reina.
- Yo no lo veo así, estás sentada en mi cama, con la camiseta de mi pijama y ahora mismo toda tu atención se está centrando en mí.
- Tienes razón, entonces el único plan que ha salido mal ha sido el mío, no esperaba tanta caballerosidad de tu parte como para que te fueras a dormir al sofá.
Subo de rodillas a la cama y me arrastro hasta llegar a su lado. Noto como se pone nerviosa pero intenta disimularlo, sujeta con fuerza su dedo meñique con los dedos de la mano derecha y me mira precavida, estudiando todos mis movimientos para intentar averiguar cuál será el siguiente.
- Sabes, no me gusta que utilicen la palabra caballerosidad cuando se trata de mí. ¿Las mujeres no podemos tener modales?
Sonríe relajándose y mirándome a través de sus pestañas. Es la cosa más bonita que he visto en mi vida y ni siquiera la he probado.
- Las morenas sois muy gruñonas.
Levanto una ceja sorprendida e inmediatamente frunzo mi ceño, siento una punzada de celos y envidia (o más bien egoísmo), no quiero que me meta en un saco con más gente. Yo quiero ser única y suya. Su morena para el resto de mis días.
- Y las rubias sois todas muy delicadas.
- Me gusta que seas gruñona. -Acerca su dedo índice hasta mi nariz y le da un leve toque que hace que sonría.
- Yo no soy gruñona, pero tú sí que pareces de porcelana. Estoy pensando en envolverte en plástico de burbujas por si te rompes.
- No querrás comprobar lo delicada que puedo llegar a ser.
No me tomaba en serio sus insinuaciones porque la veía demasiado inocente. Pero para nada me esperaba a una Naomi impaciente, una que se atreviera a tirarse sobre mí para darme eso que tanto había esperado.
- No te vas a escapar hasta que salde mi deuda por todos los donuts que me he comido durante todas estas semanas. -Suspiro y pero no llego a decir nada más porque posa otra vez sus labios sobre los míos cuando termina de hablar.
- No me voy a ir, no quiero estar en otro lugar ni momento que estos.
Sonríe y pasa su pierna izquierda sobre las mías para sentarse en mi regazo.
Y entonces comprendo que una caja de donuts diaria con su chocolate caliente, y unas horas de gimnasio son un precio demasiado barato para lo que es capaz de provocar en mí.

- Te lo ganaste, Liv. 

Se cansó de la vida. -- Capítulo único.

Arrasaba con todo, acampando a sus anchas, inundando su boca. Caminaba como si nada de viaje hacia sus pulmones y él no hacía absolutamente nada, aspiraba y seguía aspirando esperando a que el maldito tabaco que un día llegó a su vida acabara con ella lenta y dolorosamente. Había dejado de sentirse querido para odiar todo a su alrededor, había vivido demasiadas cosas en tan pocos años que se saturó. Prefería dejar de respirar a seguir intentándolo. Intentar llevar una vida normal, lejos de todos sus problemas, lejos de aquella adicción. Irse lo más lejos posible y, si tenía suerte, poder sonreír alguna vez. Aunque sólo fuera una, pero lo necesitaba. Empezaba a cogerle asco a las sonrisas falsas que veía por la calle y a las que él mismo forzaba. Odiaba la falsedad, la maldad que podía tener la gente en su interior y no se explicaba como las personas podían ser tan arrogantes, egoístas y manipuladoras.
Echaba de menos ser pequeño porque recordaba que entonces no se preocupaba por todas esas estupideces, vivía y se reía a carcajadas por nada. Encontraba el lado bueno de las cosas, no necesitaba huir de la oscuridad porque nunca había llegado a ella, desconocía el concepto soledad y, aunque en un momento de su vida le había parecido que era lo mejor del mundo, se dio cuenta de que no era así. Aunque fuera contradictorio también le repelía estar rodeado de gente porque entre todos ellos no encontraba a nadie que mereciera la pena.
Buscaba la fórmula perfecta, la persona adecuada, aquella que supiera cuando callar y exactamente qué decir. Aquella que no necesitara razón para estar a su lado, que sin contexto supiera lo que le pasaba, lo que le atormentaba y lo que vagaba por su mente.
Y ahí estaba el problema, en que lo imposible no existe y eso para él se alejaba de la realidad. Aún con millones de personas en el planeta estaba completamente seguro de que no existe nadie así, está seguro de que el puto invento de la media naranja es eso, un invento de la humanidad para que alguien se crea que la ha encontrado y se sienta mejor. Puros engaños de la sociedad para ella misma, mentiras que nos creemos porque no somos capaces de darnos cuenta de que todo es una mierda.
Pesimismo, otra cosa que le atormentaba. Ni siquiera se podría definir como bipolaridad lo que reinaba en él, era simple odio hacia todo, ni una pizca de aprecio, admiración o deseo. Habían pasado años desde que deseó una última cosa, pero dejó de hacerlo porque al igual que las promesas de los políticos, los deseos son algo que llega muy de vez en cuando, por no decir nunca.

La opresión de todos sobre él, la opresión de él mismo sobre sus sentimientos y sobre su estado. Ni aun estando fuera rodeado de la nada se sentía libre. La libertad era algo que paso por sus dedos como los granos de arena, se evaporó de su vida tan pronto como llegó, tan rápido que ni siquiera podría describir la sensación. 

Llegó Anastasia. -- Capítulo 1

— Mamá, ¿te das cuenta de lo absurdo que suena eso? Lo más racional sería que yo estuviera en esa entrevista, vas a elegir a la chica con la que tendré que pasar los próximos años de mi vida en la misma casa.
— Me niego a que vengas tú y elijas a la peor.
Miré a mi padre intentando poner cara de pena. Él siempre estaba de mi lado, los dos nos quejábamos de las mismas cosas y siempre nos reíamos de las manías de mi madre.
— No mires así a tu padre, ya os he dicho que no voy a cambiar de opinión. Seré yo la que elija a tu compañera de piso y ninguna cara de perrito abandonado va a hacer que me arrepienta. Fran, te veo las intenciones y esta vez no voy a dejar que mimes más a la niña.
Solté una carcajada al escuchar cómo me había llamado.
— Mamá, en serio, no soy una niña y por favor, déjame ir contigo.
— ¡He dicho que no! —Su grito hizo que los dos nos sobresaltáramos.
— Pero es que seguro que me vas a poner a una pija que no haya roto un plato en su vida y aun encima será una falsa. ¿De verdad quieres que sufra en mis años de universidad? Se supone que me lo tengo que pasar bien y recordarlos con una sonrisa.
— Prefiero que sea una pija a que se pase el día fumando porros que es lo que pasaría si la eligieras tú.
— ¿Quieres decirme algo con eso, mamá? ¿Así me ves? Pues vale, haz lo que te dé la gana que yo la trataré como yo quiera.
Mi padre se acercó a mí por la espalda y colocó una mano en mi hombro.
— Tranquilízate, cariño. Quién sabe, igual mamá elige a una tía genial y se convierte en tu mejor amiga. O tienes mi consentimiento para volverte lesbiana.
— ¡Papá! —Me giré para observar cómo se reía de mí. — Si me he puesto así es porque mamá se cree que me paso todo el día fumando porros.
— No me demuestras otra cosa, y tus amistades dejan mucho que desear.
— Dime lo que quieras a mí, pero déjalos a ellos tranquilos que no te han hecho nada. Es más, ni siquiera los conoces. ¿Cómo era eso que me decías de pequeña? Ah, sí, que no prejuzgara a la gente por su apariencia. Aplícate el cuento.
Caminé hasta mi cuarto no sin antes dirigirle una mirada de odio a la mujer que me dio la vida, y antes de que diera un portazo la escuché.
— No diría eso si no fuera porque desde que sales con ellos llegas de madrugada y muchas veces no encuentras el pomo de tu puerta de lo borracha que vas.
— Lauren, te has pasado. No puedes tratar a nuestra hija así y sabes que luego te arrepientes de estas cosas.
— No tendría que decirle todo eso si tú me ayudaras un poco, que parece que aquí soy yo el ogro de la película. Estoy harta de ser yo la culpable de todo lo que pasa en esta casa.
Escuchando los gritos y sollozos de mi madre me apoyé sobre la puerta de mi habitación y me dejé caer hasta el suelo. No tenía nada que hacer contra su cabezonería.
Aceptaría a regañadientes a la compañera que me pusiera, estaba segura al cien por cien de que sería una copia de mi madre, perfeccionista con todo, maniática hasta el límite y probablemente intentaría aparentar más de lo que era. Tendría suerte si no era rubia.
No tenía nada en contra de ellas, pero a lo largo de toda mi vida, todas las rubias que habían pasado por ella era para destrozarla un poquito más. Esperaba el día en el que una me abriera los ojos y me hiciera ver que no tenía que ver con el color de pelo.
Me fui a dormir sin cenar porque no tenía ganas de verla y sabía que mi madre tampoco quería verme a mí. Terminé de desmaquillarme, arreglando el desastre que había provocado el rímel mezclado con las lágrimas y me escabullí entre las sábanas deseando, inútilmente, que Lauren escogiera a alguien normal para vivir conmigo.
— ¿Alexa? —La fina voz de mi padre hizo que volviera a abrir los ojos. Asentí con un movimiento de cabeza y esperé a que se acercara. —Escucha… Tu madre no quería decir eso. —Susurró mientras acariciaba mi melena oscura.
— Papá, sabes de sobra que sí quería decir eso. Ya ha aguantado demasiado tiempo sin soltarlo, nunca aprecia las cosas buenas que hago y es realmente frustrante.
— Para eso estoy yo aquí, para admirar todo lo que hace mi pequeña. —Me dedicó una leve sonrisa.
— Ya, ¿y me aplaudes cada vez que fumo, no?
— Sabes lo que pienso sobre que fumes de sobra y no voy a perder más tiempo dándote sermones que no van a servir para nada, sólo espero que algún día te des cuenta de lo que haces y elijas lo mejor.
— No sé cómo has terminado con mamá, va a ser verdad eso de que los opuestos se atraen.

Cerré los ojos tranquilizándome con las caricias y caí en los brazos de Morfeo tan profundamente que ni siquiera me enteré cuando mi padre cerró la puerta de mi cuarto para volver a discutir con Lauren.