Samuel.
Amber no dejaba de sonreír y
gritar cosas que ni Alana ni yo entendíamos, pero nos contagiaba su felicidad.
Cuando subió a mi moto estuve
dando vueltas por toda la ciudad sin un punto fijo porque el destino era el
mismo del que habíamos salido, su casa. Su padre tenía un Chevrolet Camaro que
a ella le encantaba, pero que no podía conducir porque tenía demasiados problemas
como para siquiera arrancar, pero después de meses trabajando en él a
escondidas y buscando las piezas que necesitaba por mi cuenta conseguí
arreglarlo por completo. La verdad es que era el coche de mis sueños, pero yo
no podía permitírmelo. Aunque de todas formas me conformaría con que lo tuviera
Amber porque lo iba a conducir todas las veces que quisiera, sabía cómo
convencerla fácilmente.
- ¡Sois los mejores! -Gritó
mientras abrazaba el capó del coche. Después hizo lo mismo con Alana.
- A mí no me mires, ha sido Sam
el que lo ha arreglado, yo sólo le llevaba sándwiches.
Amber soltó a la rubia y saltó
sobre mí enrollando sus piernas al rededor de mi cintura.
- ¡Aaaaaaaah! ¡Gracias, gracias,
gracias! -Repetía mientras me llenaba la cara de besos.
- De gracias nada, ¿no nos
invitas a dar una vuelta? -Dije con tono socarrón.
- ¡Sí, sí, sí! -Se calló por unos
segundos. -Esperad... Esperad un momento. -Levantó su mano derecha indicándonos
que nos quedáramos donde estábamos y se metió en su casa.
Amber.
Abrí la puerta principal de mi
casa y me adentré por los pasillos hasta llegar a la pequeña sala de estar en
la que mi padre escribía. Apoyado en el respaldo del sofá naranja que ocupaba
la mayor parte de la estancia, con su cabello extremadamente blanco y su piel
pálida con pecas; centraba su atención a la pantalla del portátil que sostenía
sobre las piernas y que apartó al verme entrar por la puerta.
- ¿Papá? -Él levantó sus gafas de
ver dejándolas un poco más arriba de la frente y me miró expectante con sus
ojos verdes.
Entreabrió su boca para decir
algo, pero antes de que lo hiciera me abalancé sobre él y abracé su delgado
cuerpo.
- ¡Gracias! -Creo que ese fue el
día en el que más veces repetí esa palabra, pero se lo merecían.
El Chevrolet Camaro de mi padre
llevaba años en el garaje. Él lo compró con la mayor ilusión del mundo, le
costó un ojo de la cara -no literalmente-, y más teniendo en cuenta que cuando
lo compró ese modelo sólo llevaba un año en el mercado, pero a él le dio igual.
Desde pequeño creció viendo a su padre en las carreras de coches, todas las
horas que se pasaba en el taller con mis tíos y mi padre. Y a pesar de su
avanzada edad, mi abuelo siguió corriendo hasta que mi abuela le rogó que
dejara de hacerlo porque algún día tendrían un susto. Irónico fue que un camión
que transportaba coches de alta gama se estrellara contra el de mi abuelo cinco
años atrás. Mamá y yo conseguimos superarlo, pero a mi padre le afectó de
sobremanera. Él se aferraba a la idea de que algún día volvería. Y eso que ya
tenía más de cuarenta años. Pero lo que siempre le dijeron sus padres es que
nunca perdiera la esperanza. Y aún sin tenerlos a ellos a su lado ya que la
nana -mi abuela- había fallecido un año antes del accidente por un cáncer,
seguía siguiendo sus normas y sus consejos. Se aferraba a lo único que le
quedaba y se alejó de aquello que realmente le llenaba pero que ya no podía
soportar.
Los coches.
Abandonó su camaro azul en el
garaje y me costó sudor y lágrimas convencerle de que me dejara sacarme el
carnet de conducir. Pero lo conseguí, y ahora con diecisiete años y un Camaro
recién arreglado por las maravillosas manos de Sam podía ser independiente en
lo que a viajes se refería.
Me gustaba ir en bus, sí. Era una
forma de despejarme y de pensar en mis cosas mientras veía pasar los edificios
a mi alrededor, me concentraba en la gente que entraba y salía. Algunos podían
llegar a ser extremadamente extraños, pero supongo que alguien pensaría igual
de mí. Me imaginaba sus vidas y el porqué de coger el autobús, el porqué de sus
sonrisas, sus lágrimas y sus enfados. Igual ahí la rara era yo, pero no me
importaba. Cuando lo perdía llamaba a Sam y él venía con su KTM a buscarme. Y
como último recurso tenía mi bicicleta, comprada por mi madre cuando era joven
y arreglada por mi abuelo cuando aún vivía. La verdad es que a parte del Camaro
no teníamos otra cosa de mucho valor, la gente decía que mi casa era muy
"vintage", terminé creyéndomelo porque eso era mejor a pensar que
todo lo que había allí tenía más de treinta años.
Pero todo eso no era comparable
como tener a mi Riri -bautizado mi camaro por mí desde hacía seis años-
disponible siempre que quisiera. De seguro que no lo iba a perder con la bici,
porque con el amarillo chillón que le habían puesto ahora y las franjas negras
que recorrían su capó, lo vería a la distancia. En esos momentos me llegaba a
parecer más precioso que cinco gatos persas con las pupilas dilatadas.
Y bueno, sí, Riri. Mi amor
incondicional hacia Robyn Rihanna estaba presente en mi día a día. Esa mujer
era la perfección en cuerpo humano y yo no me resistía a algo así. Estoy segura
de que por ella me haría lesbiana, es decir, ¿quién no?
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